The Adversiter Chronicle

domingo, 4 de noviembre de 2012

"Ni a pata ni alpargata y mucho menos a la Alcarria", suplemento viajero cutre


Suplemento viajero cutre de
The Adversiter Chronicle

El viajero no logra conciliar el sueño. Le atrae la idea de visitar la Cuenca Minera con su paisaje urbano lineal y las calles que se pateó con un familiar desahuciado de cáncer, la liturgia de los mineros en los chigres, escasos y enfermos pese a que algunos son terriblemente jóvenes. La juventud perdida entre una industria en extinción, las drogas y sentimiento de gueto con historias de familiares muertos en la mina o jóvenes mineros  muertos en la carretera. La compra del cupón para visitar al familiar postrado. Paisaje alterado por la autovía y la burbuja inmobiliaria que creó dos orillas urbanas, una moderna, dinámica donde los monos de faena han sido sustituidos por moda consumista. Y la otra orilla, al pie de vía de casas de paredes desconchadas, de carretera general por centro urbano, de esquelas de huelgas y manifestaciones, del alma de un mundo que ya no existe…

 Es la otra parte del viaje la que induce a la pereza viajera. Por disponer de tiempo debe el viajero adecentar y dejar en estado de revista las lápidas de algunos de sus muertos.

Al viajero no le fascina la muerte a la que ve como un negocio terrenal más. El viajero aprendió hace una eternidad que los muertos deben llorarse en recogimiento íntimo y que venerar un montón de restos en un lugar acotado es otro parque de atracciones más, pero miente el viajero si piensa que no le afecta… Sentimientos encontrados que hacen al viajero levantarse a esa siempre inoportuna sensación de orinar en noches de vigilia inesperada cuando más se necesita dormir para estar fresco al día siguiente.

El viajero vuelve a la cama con reconfortante sensación de alivio y se acurruca ya sí cansado y deseando dormir, el ruido de la ventana indica que deben ser cerca de las seis y así se queda dormido mientras barrunta mentalmente que hasta las diez que suene el despertador sólo quedan cuatro horas y que la mañana en el cementerio puede ser agobiante como una mañana de resaca, pero finalmente se queda dormido mientras la radio escupe el primer noticiero de la mañana…

 El viajero se desplaza al cementerio como copiloto. Al viajero le gusta conducir de noche y de día ir de pasajero siempre que tiene oportunidad porque aún sigue mirando por la ventanilla y maravillándose de la belleza del paisaje y los lugares como cuando era niño y desconocía a donde llevaban aquellos mundos fugaces de cosas, seres, animales, construcciones, que sólo duraban un segundo en su retina. Por eso al viajero le gusta viajar en tren, porque el viajero vuelve a sentir el abrigo de la infancia cuando mira un paisaje a través de la ventanilla de un coche sin sentir el frio del mundo adulto que siempre terminaba por colarse en la manta de la inocencia infantil…

 
Hacía dos años que el viajero no emprendía la ruta donde la Autovía Minera  parece que haya estado ahí toda la vida cuando el viajero recuerda la apertura de los túneles de la carretera general y el avance que significaban. Carretera de túneles y mortal bajada que se tornaba en macabra subida al regreso. El viajero recuerda la muerte de un joven que sacó el carnet de moto a la vez con la diferencia de que el viajero cerró los ojos cuando se examinó y el chaval había sido motero desde crío. Viajaba con su hermana en la grupa, murió decapitado al chocar con un camión, esos camiones de aquellas carreteras asturianas, renqueantes y cargados hasta los topes que te hacía reducir a segunda y frenar para no comerte la defensa trasera. Sus padres tenían el Bar Semáforo y su funeral hizo que un cuélebre motero se desplazara a rendirle homenaje. El viajero nunca ha vuelto a subirse a una moto aunque le gustaría tener una Harley para recorrer la carretera…

 Aparta el viajero pensamientos que le retrotraen al pasado, ese tipo de pasado brumoso donde el resultado es siempre el mismo: que gilipollas somos de jóvenes…
No es que el viajero se considere un gilipooooollas, pero sí que de joven hay una fase de gilipollez que sólo descubres décadas después cuando el ejercicio de mirar atrás es pausado, sereno y sin remordimientos ya que ser gilipollas de aquella no significaba más que simplemente eras inocente, éramos inocentes en cierto sentido y cuando ves juventud sonríes porque la gilipollez nunca muera y siga regenerándose instintivamente generación tras generación…

Considera el viajero que tiene pensamientos demasiado trascendentales y profundos para un viaje tan corto aunque el factor de ir a limpiar lápidas convierte todo en normal.

Acompaña al viajero un amigo, un buen tipo de esos que deberíamos tener el placer de conocer por ley en nuestro periplo vital. Es el técnico el limpiar lápidas, es conductor prudente y si bien no se prodiga en charlas, al menos cuando abre la boca no es un cretino.

 El cementerio queda en la ruta de una ascensión, esas ascensiones que salpican las parroquias, de casas desvencijadas, de desvencijados moradores robinsones de una era desaparecida que te hace pensar que si Alejandro Casona viviera vería satisfecha su afán de venganza por la aldea perdida que la industria minera destruyó. En realidad el viajero cree que el escritor sentiría la misma pena al ver los restos del cadáver de  la minería que busca refugio en el sector servicios y el turismo rural. Pero el viajero sabe los caminos que llevan a chamizos escavados en la dura roca, alguna historia de aquellas casas a pie de ladera, de siegas de prados con niveles de inclinación no aptos para el ciclismo en ruta…
El cementerio, a pie de carretera, donde normalmente puedes aparcar a la vera de la entrada e incluso meter el coche, está colapsado de utilitarios que serpentean aparcados como serpentea la carretera en su ascensión.

El viajero filosofa al bajar la carretera andando desde donde está aparcado el coche que cuando toque regresar la subida va a ser un rompe piernas, no tanto por el esfuerzo como por el calor que augura un cielo despejado con aire fresco y la multitud que pulula entre nichos y sepulturas con algún que otro panteón.

Antes de llegar, se hizo parada a coger flores, otra vertiente del negocio y alivio para las floristerías aunque el viajero considera absurdo gastar caudales en cosas que acaban muriendo atufando el ambiente y que cuando  viven  antes de marchitarse te roban el oxígeno mientras duermes, pero a los difuntos  les gustaban y acaba el viajero entrando partícipe en la liturgia del negocio de la muerte, uno de cuyos dogmas es que hay que comprar flores…

No es grande el cementerio aunque muestra una anarquía arquitectónica en su diseño y hay una explanada donde el viajero al pisar se percata de que está pisando sepulturas, de infantes en su mayoría a las que el paso y deterioro del tiempo han dejado en paisaje salvo alguna cruz que salpica la misma y te indica que hay alguien enterrado donde pisas. Fijándose tras la sensación macabra de pisar campo santo, el viajero se percata de que hay otros indicadores de que pisa muertos cuando perímetros de ladrillo erosionado que apenas sobresale unos pocos centímetros indican el contorno de una sepultura.

Enciende el viajero un cigarro mientras observa a personas afanarse en dejar a sus muertos con la sepultura adecentada, pero al final, como cada vez que debe ir al cementerio, termina paseando la mirada por los panteones. Piensa el viajero que un panteón sí es un lugar digno para venerar el recuerdo y el dolor de la ausencia de los seres queridos, conocidos y amados. Aunque le sobrecoge al viajero imaginarse a sí mismo en recogimiento de dolor en un panteón pudiendo imaginar la inmensa soledad que le embargaría, es mejor que el espectáculo de desconocidos alrededor de su recogimiento y desconocidos vecinos de nicho de los difuntos…

 
El viajero se sonríe recordando momentos de los dueños de los restos cuyas sepulturas el acompañante del viajero limpia a buen ritmo y sabiamente aconsejado por el viajero limpia y adecenta con presteza. El viajero lee para sí mismo los nombres de los difuntos y les dedica el recuerdo de algún momento pasado junto a ellos. Piensa el viajero que es el único homenaje decente que se les puede hacer por su parte aunque les recuerda que no le gustan los cementerios, no por su contenido pero sí por el vacío que emanan, no es un silencio de soledad, es un silencio de intrascendencia y percatarse por un momento que la vida tiene fin. Si estar vivo es amar entonces el recuerdo y las flores de pensamientos hacia quienes ya no están seguramente, opina el viajero, los cementerios son estériles como bálsamo.
Pero sabe el viajero que un día estará si sobrevive con la necesidad seguramente de buscar consuelo a la ausencia  en ir a ver las lápidas de los seres queridos y llevarles flores. Es por ello que el viajero si rezara, rezaría para irse él primero…

El viajero y su acompañante regresan al coche y piensa que no ha sido una mala mañana de vísperas de difuntos, que las lápidas han quedado en estado de revista y que si lo pudieran agradecer, sus muertos estaría contentos de una vela encendida y flores, aunque el viajero opina que lo último que querrán los muertos será pasearse por sus tumbas y que por eso hay casas encantadas, edificios malditos y demás parafernalia del más allá…

 

El viajero disfruta reposadamente del regreso, no tan absorto en el paisaje como en los pensamientos que se arremolinan y siente cansancio, no el cansancio de limpiar lápidas, para eso estaba el acompañante, sino porque echar de menos siempre es cansado cuando suspiras por la lástima de que se fueran…

Llega el viajero a casa, ordena sus papeles, enciende un cigarrillo y deja que el recuerdo se eleve con el humo mientras regresa a su rutina vital y sale de la retina del dolor de la ausencia mientras un saxo languidece, igual que la Cuenca Minera de paredes desconchadas, vía de tren con paso a nivel y un soplo de aire de cementerio en el ambiente...
 

The Adversiter Chronicle, diario dependiente cibernoido
Salt Lake City, Utah
Director Editorial: Perry Morton Jr. IV
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